Quetzalcóatl
Dios del viento, estrella de la mañana y de la
tarde, de la vida, de los gemelos y de la sabiduría, habitaba el cielo de
Teoiztac, lugar mágico y lleno de misterio donde había un hermoso valle rodeado
de jardines con flores que tenían al centro esmeraldas, turquesas, perlas, oro
y plata, y los tallos eran de coral; había también azules lagos cristalinos
cubiertos de majestuosas garzas blancas.
Quetzalcóatl era el dios blanco de barba larga
que cuidaba las flores de sus jardines y ejercía la orfebrería.
De todo ese paraíso misterioso, lo más
espectacular eran sus cuatro palacios. El primero era todo de esmeraldas y en
su interior se apreciaba el color del mar. El segundo, hecho de corales rojos y
conchas blancas, estaba cubierto por dentro de preciosos tapices de plumas. El
tercero, donde acostumbraba ayunar, era de madera pintada de negro. Y en el
último, de oro hermosamente labrado, tenía un pez de una escama de plata y otra
de oro, que estaban como sueltas, una cotorra de cobre esmaltado que movía el
pico y las alas, y un mono que tenía una sonaja en la mano, la cual agitaba
mediante un raro mecanismo que Quetzalcóatl había fabricado.
Por tal habilidad, Chantico, la diosa del
fuego volcánico, le enviaba valiosos cargamentos de piedras preciosas que tenía
en abundancia en las entrañas de la tierra. A ella le agradaba obsequiar al
dios los metales y las piedras preciosas para que realizara obras de arte.
En este mundo encantado del dios Quetzalcóatl,
alumbraba la estrella de la mañana, iluminándolo todo con una neblina de color
de alba sobre los palacios y jardines.
Un día llegó a visitarlo Camaxtle, dios de la
caza y al verlo, Quetzalcóatl exclamó:
- Hermano, esa piel de tigre que traes al
hombro es hermosa. No cabe duda, eres diestro y capaz, ágil y fuerte cazador.
Y Camaxtle le ofreció la piel para que
Quetzalcóatl, que tenía en la cabeza un penacho de plumas de quetzal, la
adornara con una diadema de tigres y se confeccionara también unas sandalias
como esas que llevaba hasta las rodillas. Y así lo hizo. De lo contento que
estaba, pintó su cara y su cuerpo con rayas negras, se puso un collar con
hermosos corales, una capa de plumas de guacamaya roja que parecían llamas; en
su mano tenía un escudo con una espiral que simbolizaba el viento y en la mano
derecha un blasón con cabeza de serpiente, lleno de piedras preciosas.
Entonces invitó a
Camaxtle a conocer sus jardines. Los dos se dirigieron al lugar encantado y el
dios de la caza estaba ansioso por ver el lugar que tenía fama entre los dioses
de que en él se cultivaban las flores más raras y misteriosas y los pájaros más
hermosos de pluma y canto.
Al estar Camaxtle
frente a ese paraíso, comprendió que sólo Quetzalcóatl podía haber creado un
mundo de tal belleza. Embelesado, admiraba toda la obra de su hermano; y de la
alegría que sentía, lo abrazó.
Cuando Camaxtle
partió, se fue feliz de haber estado en ese lugar todo era belleza y placer.
Al término de ese
paraíso, se extendía un lugar sin murmullos ni pasajes. Era como si misteriosamente
ahí terminará la vida. En ese lugar habitaba un extraño personaje: Molocatxin,
señor del polvo divinizado, él era el pulverizador, era un ayudante de
Quetzalcóatl que también tenía de nombre Ehécatl, dios del viento, y como
promesa de lluvia de agitaba entre las nubes.
Ehécatl era un ser
misterioso que pocos conocían y que barría y limpiaba los campos cuando los
tlaloques anunciaban su llegada.
En el lugar de su
dominio se escuchaban voces apagadas y extrañadas, eran las voces del viento del
señor invisible. Ehécatl tenía el poder del viento que sopla en todas las
direcciones. Si quería, enviaba los vientos suaves a correr por los valles, o
los vientos fríos a soplar por las montañas. Cuando estaba enojado, mandaba
vientos furiosos que algunas veces arrancaban los árboles, movían las piedras y
levantaban grandes olas en el agua.
Este poderoso señor
poseía cuatro casas misteriosas, situadas cada una en los puntos cardinales.
La casa del oriente
era un paraíso, poseía arboledas multicolores y extraordinarios frutos, ahí
estaba el viento que acariciaba las aguas y jugaba con los pájaros. La casa
donde estaban los vientos de Occidente era helada, ahí habitaba el viento más
frío, el que parecía cuchillo que corta las carnes. La casa del norte guardaba
el viento terrible, el que llevaba la muerte y destruía todo a su paso. La
cuarta y última era la del viento del sur, el viento del medio día, viento
furioso que levantaba montañas de agua sobre el mar, viento de las tempestades.
Quetzalcóatl, dios
de la vida, la mañana, la bondad y la creación, se ponía el monstruoso disfraz
de Ehécatl, con el que aparecía desfigurado, desnudo y con una trompa de pico
de pato que utilizaba para soplar.
Así era el dios del
viento, el dios creador que protegía todo lo doble. Quetzalcóatl, la serpiente
emplumada.
Fuentes:
Nélida Galván – Mitología Mexicana para
niños.
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