Iztaccíhuatl y Popocatépetl
Tonatiuh, “el dios sol” y su familia, vivían en el cielo trece, en un
palacio inmenso rodeado de jardines increíbles y sin embargo verdaderos. Habitaban
en el reino de la luz perpetua. De la luz de oro. Todo era claridad resplandeciente…
No sabían de las noches y sus angustias. Eran felices.
El príncipe Izcozauhqui era
hijo de Tonatiuh y si algo le fascinaba eran sus jardines, cuidarlos,
apreciarlos, recorrerlos. Izcozauhqui pensaba que su reino lo era todo, que más
allá no existía cosa mejor. Pero un día escuchó hablar de los hermosos jardines
de los señores Tonacatecutli, y decidió salir de su cielo para visitarlos y
constatar la belleza de esos prados.
Apenas entró en donde vivían los señores
Tonacatecutli, la luz ya no era la misma, el verdor de los prados era más
intenso y las plantas, los arbustos, y todo cuanto ahí había sembrado parecía
más fresco, como recién bañados por el rocío. A lo lejos divisó un lago de
aguas muy diáfanas y resplandecientes, tanto, que sólo mirarlo provocaba
encandilamiento. El príncipe se fue acercando, maravillado, pero al llegar a la
orilla, el lago perdió su esplendor comparado a lo que veía: una doncella
ataviada de plata estaba al pie del lago. Verse fue enamorarse.
La doncella y el príncipe no imaginaban que
pudieran sentir más felicidad que la de costumbre; su amor era correspondido
con la misma intensidad y los dioses aprobaban su relación. Pasaban los días
juntos, saltando de un cielo a otro hasta recorrerlos todos, pero entonces los
dioses les hablaron, advirtiéndoles que no debían ir más allá de los trece
cielos, pues de otro modo serían castigados.
Pero el príncipe y su amada ya conocían todo
lo celeste que pudiera existir y sentían curiosidad por saber lo que se hallaba
bajo la bóveda de los dioses; sin pensarlo, caminaron por la senda que los
llevaba a la Tierra. ¡Cuán distintos eran los dos mundos!... En la Tierra el
Sol no brillaba igual ni duraba todo el tiempo. Pero era más rico en paisajes,
en color, en las texturas en que estaba hecho, en la variedad de criaturas que
lo habitaban, en los sonidos que allí se escuchaban y ya entrada la noche, el
reino de los cielos iluminándolo y cubriéndolo todo. “¿En qué otro mundo había
tanta belleza junta?”, se preguntaban el príncipe y la doncella que decidieron
vivir para siempre en la Tierra, instalándose cerca de un lago rodeado de
valles y montañas muy hermosas.
“¡Jamás volverán a entrar a las mansiones
celestes. Sufrirán por su desobediencia!”, hablaron los dioses. Y la doncella
cayó enferma. Izcozauhqui no hallaba remedio para el mal, ni suponía qué
pudiera aquejar a la doncella… Ella sí sabía que su enfermedad sólo era castigo
de los dioses.
No existiendo remedio para la ira de los
dioses que se sentían traicionados, la doncella le confió su muerte al
príncipe; le pidió que la llevara a una de esas montañas que acostumbraban
divisar desde su lecho, para que desde allí pudiera mirar y sentir más cerca su
casa celeste.
El príncipe caminó los días y las noches para
llegar a la punta de la montaña y cumplir con los deseos de su compañera. Cerca
del lecho de su amada, encendió una antorcha para darle calor como si en
realidad la doncella únicamente durmiera. Izcozauhaqui, permaneció a su lado,
inmóvil, pensativo, hasta que el sueño eterno se apoderó de él.
De este modo se convirtieron en la mujer
dormida y el cerro que humea; Iztaccíhuatl, ella; Popocatépetl, él.
Fuentes:
Nélida Galván – Mitología Mexicana para
niños.
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