Tenochtitlán
El pueblo azteca fue elegido por los dioses
para establecerse en la tierra soñada. Este pueblo, al igual que el de los
toltecas, procedía de un mítico lugar llamado “Chicomostoc”, que significa:
lugar de las siete cavernas. El dios Huitzilopochtli les prometió un paraje que
identificarían por determinadas plantas y animales.
En su viaje encontraron muchos peligros, pero
ellos siguieron buscando la tierra esperada. Encontraron un sauce, un pez y una
rana, todos ellos de color blanco; también encontraron en medio de un lago una
isla llamada Aztlán.
Este hecho llenó de alegría a los ancianos –
sabios sacerdotes – y decidieron quedarse en ese lugar, pero al filo de la
noche se apareció el dios Huitzilopochtli y le dijo al sacerdote Cuauhcóatl (serpiente
águila):
- ¡Oh, Cuauhcóatl! Ustedes se han asombrado
por lo que han visto entre los cañaverales, pero aún hay algo que no han visto
y que los asombrará mucho más.
- Señor Huitzilopochtli, dinos qué es lo que
debemos encontrar – dijo Cuauhcóatl.
- Debes ir con tu pueblo a buscar el cactus
tenochtli, sobre el cual hallarás un águila devorando una serpiente. Éste será
el lugar indicado para establecerse. Allí esperarás a los pueblos que tengan
que conquistar con sus dardos y escudos. Allí es donde se fundará la gran
ciudad de México – Tenochtitlán.
Y luego, Huitzilopochtli le dijo: “Allí dónde
el águila lanza su grito, donde el pez nace, allí donde es devorada la
serpiente… Allí, en Tenochtitlán, se verán muchas maravillas”.
Cuauhcóatl reunió al pueblo inmediatamente y
le comunicó las palabras que el dios le revelara. Luego se fueron, y abriéndose
paso entre los pantanos, caminando entre juncos, alimañas y plantas acuáticas,
descubrieron la escena anticipada por el dios Huitzilopochtli. Encontraron por
fin, un águila devorando una serpiente, posando sobre un nopal. El dios les
llamó y les dijo:
- Mexicas, éste es el lugar.
Y todos ellos exclamaron llenos de júbilo:
- Al fin hemos sido dignos de nuestro dios,
hemos contemplado las señales con asombro y aquí estará nuestra ciudad.
Una hermosa ciudad surgiría ahí, la ciudad
capital de los aztecas, con calles espaciosas – unas de agua y otras de tierra
– y muy bellos templos y palacios.
Cada mañana, durante el día se veía que por
los canales andaban canoas, en unas vendían flores y en otras frutas y en otras
vasijas y cosas de alfarería. En los mercados había muchísima gente saludándose
con respeto, yendo de puesto en puesto, curioseando; nunca tiraban la basura en
las calles, para que el suelo no ensuciara el píe desnudo.
Las casas eran de adobe. Había muchos templos
pero el más importante era el templo grandioso del dios de la guerra:
Huitzilopochtli, de ébano y jaspes, con piedra fina como nubes y con cedros de
olor; y en el tope, sin apagar jamás, las llamas sagradas de sus seiscientos
braceros. En las calles, la gente iba y venía en sus túnicas cortas y sin
mangas, blancas o de colores con hermosos bordados, y los zapatos eran como
sandalias de botín que a veces llegaban hasta la rodilla. Por una esquina salía
un grupo de niños jugando y corriendo o tocando con sus flautitas de barro en
el camino a la escuela, donde se enseñaban oficios de mano como la orfebrería,
el canto y el baile, con sus lecciones de danza y flecha y sus horas para la
siembra y el cultivo: porque todo hombre aprendía a trabajar en el campo, a
hacer las cosas con sus propias manos y a defenderse.
Los gobernantes paseaban entre su pueblo,
pasaban con su manto largo adornado de plumas ricas, detrás de él venían tres
guerreros con cascos de madera, uno con forma de cabeza de serpiente, otro de
lobo y otro de tigre, y por fuera la piel, pero con el casco de modo que encima
de las orejas se les viesen las tres rayas que significaban la señal de valor.
El rey tenías muchas aves y muchos peces de
plata y carmín en peceras de piedra fina escondidas en los laberintos de sus
jardines.
La gente se paraba en las calles cuando
pasaban los recién casados, con la túnica del novio cosida a la de la novia,
como para anunciar que estaban juntos en el mundo hasta la muerte.
Otros hacían grupos para oír al viajero
pregonar lo que veía en otras tierras, como en la tierra brava de los
zapotecas, donde había otro gobernante que mandaba en los templos, en el
palacio real y no salía nunca de pie, sino en hombros de los sacerdotes.
Se oía entre las conversaciones de la calle
el rumor de los árboles de los patios y el ruido de las limas y el martillo.
Fue en verdad grandiosa la ciudad de México –
Tenochtitlán.
Entre las plazas había una muy grande, toda
rodeada de portales, donde iban las personas a comprar y a vender. Ahí había
todo tipo de mercancías, como conchas, caracoles, metales y piedras preciosas,
huesos, plumas; hilados de algodón, pinturas de varios colores y cueros
curtidos de animales; materiales de construcción y maderas; verduras y frutas;
leña, carbón y braseros de barro; miel de abeja, de maíz y de maguey; petates
de todo tipo y tamaño; maíz en grano y en tortilla; pescado fresco, salado y
guisado; así como alfarería de barro.
Esta plaza tenía una calle especial para cada
tipo de producto, había una para la “caza”, donde vendían aves de distinto tipo
y muchos otros animales, como el conejo, la liebre y el venado. También tenía
una calle de “herbolarios”, donde se compraban todas las hierbas medicinales que
conocían.
También había casas donde se preparaban
medicamentos, casas de baño curativos, y otras más donde se podía comer y
beber. Había una gran casa donde siempre estaban sentadas diez o doces personas
que atendían todo lo que acontecía en el mercado, lo que se vendía y cómo se
vendía, hasta castigar delincuentes.
A ese mercado llegaba cuanta cosa se hallaba
en todas las regiones cercanas a la gran ciudad de Tenochtitlán.
Fuentes:
Nélida Galván – Mitología Mexicana para
niños.
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